En apenas un mes, Lluís Mora llegó a perder 11 kilos. Su médico no entendía qué le estaba pasando. De hecho, recuerda salir de la consulta del doctor con la misma incertidumbre con la que entraba y la vista fija en una fuente que había a las puertas del dispensario. Tenía siempre tanta sed. Adelgazaba y bebía mucho, unos 10 o 12 litros de agua al día, cuenta. Pero no fue hasta que lo vio otro médico que veraneaba en su pueblo, que hiló esos síntomas, sospechó lo que le estaba ocurriendo y lo mandó urgentemente al Hospital Clínic de Barcelona: parecía diabetes tipo 1, un trastorno autoinmune de origen desconocido y potencialmente mortal. “¡Estaba tan asustado! Llegué al Clínic y me vieron tan pachucho que me dieron seis meses de vida… Pero como me gusta fastidiar a los médicos, a los seis meses no me morí”, bromea. Han pasado 70 años de aquel diagnóstico, Lluís tiene hoy 87 y su expediente médico es historia viva de la diabetes menos conocida: por su mano han pasado jeringas de vidrio reutilizables, las insulinas más primitivas y los dispositivos de medición de azúcar en sangre más toscos antes de llegar al discreto sistema híbrido de páncreas artificial que hoy cuelga de su cinturón para salvarle la vida.
